Muchas veces los cristianos nos quejamos de no ver la presencia de Dios en nuestras vidas, de no sentirla. Pensamos con envidia en aquellos doce discípulos que caminaron al lado de Cristo encarnado y presente en la tierra, que vieron con sus ojos los milagros y que tocaron con sus manos las llagas del resucitado.

 

La mano de Dios (ca. 1907) Auguste Rodin.

La mano de Dios (ca. 1907) Auguste Rodin.

Todo es gracia

Sin embargo, la realidad es bien diferente. Si mirásemos con mayor atención nuestra vida, podríamos tocar también a Cristo, nos daríamos cuenta de que la gracia de Dios, que se nos concede «por la largueza de Cristo», es la que mueve todas y cada una de nuestras buenas acciones: «Él mismo… nos otorgó que le amásemos… fuimos amados, para que se diera en nosotros con que le agradáramos» (Concilio de Orange, can. 25 Dz 198-199). Dios está mucho más cerca de lo que somos capaces de reconocer, inspirando cada acto bueno. Como recordaba San Agustín, el hombre no hace ningún bien que no le otorgue Dios hacer. Nadie ofrece nada a Dios si no le es dado desde arriba: «lo que de tu mano hemos recibido, eso te damos» (1 Cro. 29,14). O dicho con el lenguaje de San Pablo: «¿Qué tienes que no hayas recibido?» (1Cor 4,7).

Una mirada atenta a nuestra vida nos permitiría, en efecto, reconocer la acción de la gracia, la presencia de Dios, en todo lo que nos es concedido hacer: cuando intentamos rezar, es Dios quien lo hace; cuando vamos a misa, Dios lo concede. Cuando confesamos nuestros pecados, de nuevo Dios actúa en nuestra vida; cuando escuchamos con cariño a los que nos rodean, Dios nos mueve a ello. Todo es gracia. Lo decimos quizá con frecuencia, pero nos cuesta caer en la cuenta de la hondura de su significado, porque si de verdad lo entendiéramos –por la gracia de Dios– nos resultaría mucho más fácil reconocer a ese Dios que nos precede y nos sostiene en cada una de nuestras acciones.

 

El acento en Dios

Además, que Dios nos concediera comprender la primacía de la gracia nos permitiría adquirir la verdadera fortaleza cristiana, que no se basa en el fortalecimiento de nuestra voluntad humana, «sino en el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5,5). Muchos esfuerzos de formación, con acentos claramente semipelagianos, nos impulsan a pensar que para ganar en fortaleza es preciso, ante todo, ejercitar la voluntad, como si una ascética voluntarista fuera la clave del éxito. Ganaríamos mucho si Dios nos concediera caer en la cuenta de que la fortaleza cristiana, como todo lo cristiano, es don. Ello quizá nos empujaría a una actitud más humilde y agradecida, que no renuncia a la necesaria actuación, pero reconoce a Dios como inspirador de hasta el más pequeño de nuestros deseos. Reconocer nuestra inutilidad y acoger la gracia. He ahí el secreto de la fortaleza cristiana: una vida teologal más profunda que ponga el acento en Dios en lugar de ponerlo en nosotros. Porque «nadie puede gloriarse de lo que parece tener como si no lo hubiera recibido» (Gal 2,21).

Detalle de la escultura de Rodin.

Detalle de la Mano de Dios.

Que Dios nos conceda una tozuda confianza, más teologal que moral, en su gracia. Así, de la mano de María, podremos reconocer y agradecer la acción de Dios en nosotros y alegrarnos de lo que nos concede hacer: «el Poderoso ha hecho obras grandes por mí» (Lc 1,49).

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