A menudo la vida no es como la habíamos imaginado, especialmente en nuestras relaciones personales. Y lo vemos de forma aún más palpable en el noviazgo, pues su carácter transitorio nos hace tener la mirada puesta en algo que aún está por llegar, si es que ha de llegar, algo que anhelamos y a la vez tememos, por el compromiso y cambio que supone en nuestra vida: la entrega definitiva del uno al otro en el matrimonio. Un sí dado para siempre.

«Y tomó a su mujer consigo»

El noviazgo nos hace tener la mirada puesta en algo que aún está por llegar.

 

Un paso necesario

Al principio, el noviazgo puede parecer fácil, pero pronto nos cuesta pasar del enamoramiento al amor maduro. Y es un paso necesario que hay que dar. Estar enamorado se caracteriza por cierto encanto, un hallarse sumergidos en la esperanza y la alegría de que esto que siento hoy se prolongue para siempre. Sin embargo, frecuentemente la imaginación de cómo será nuestro futuro juntos no corresponde con la realidad de los hechos. Incluso el vivir de la ilusión a veces nos dificulta el permanecer en lo que es real. Y es precisamente allí, donde el enamoramiento con sus expectativas no siempre cumplidas parece terminar, cuando comienza el amor verdadero.

 

El noviazgo como tiempo de reflexión

Amar es elegir en plena libertad tomar la responsabilidad de la vida del otro, así como se nos ofrece. Aquí José nos da una lección importante, elige a María con sus circunstancias, asumiendo todos los riesgos “con los ojos abiertos”, sabiendo que estaba encinta: «y despertando del sueño, hizo como el Ángel del Señor le había mandado y tomó consigo a su mujer» (Mt 1,24). Los novios cristianos están llamados a testimoniar un amor así. Un amor valiente, exigente, capaz de hacerse lo suficientemente fuerte como para resistir las pruebas del tiempo, los fracasos de la vida, las heridas del camino. Por ello el noviazgo es escuela de indiferencia ignaciana, de disponibilidad, un tiempo de reflexión y de apertura a lo que ha de venir.

 

El amor va cambiando

A medida que pasa el tiempo, el amor va cambiando su forma y a veces parece que se esconde o incluso podemos llegar a pensar que desaparece. Se hace entonces necesario volver a traer a la memoria ese primer amor del noviazgo, el de la ilusión, el de la alegría en el otro, el que miraba al futuro con ganas de entregarse y deseos de tener la oportunidad de hacerlo. Entonces será cuando el amor maduro muestre su fuerza, ese amor discreto de todos los días, el que persevera aún tras la fatiga del trabajo, de los niños que llegan o que permanece sorteando las dificultades del día a día que no faltan y que nos van robando la tranquilidad.

Mirando a José tal vez encontremos -como él lo hizo por María- el amor y la confianza necesarias para volver hacia el otro y poder decirle “perdón, gracias y por favor” una vez más, antes de irnos a dormir. Porque nosotros también hemos sido perdonados y permanecemos custodiados en un Amor que «es paciente y comprensivo, no tiene celos, no aparenta ni se engríe. No actúa con bajeza ni busca su propio interés, no se deja llevar por la ira y olvida lo malo. No se alegra de lo injusto, sino que se goza en la verdad. Perdura a pesar de todo, lo cree todo, lo espera todo y lo soporta todo» (1Cor 13,4-8). Y entonces descubriremos de nuevo la magnanimidad de José, el humilde carpintero, que supo acoger a María con toda su realidad y dar pleno significado a las palabras del Evangelio «y tomó consigo a su mujer».

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