La Iglesia nos ofrece entre sus tesoros la Comunión de los Santos. Somos una familia, la de los Hijos de Dios, en la que podemos estar de tres formas: «unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; otros, finalmente, gozan de la gloria, contemplando “claramente a Dios mismo, Uno y Trino, tal como es”» (Lumen Gentium 49).
Compañeros de camino
Todos, sin embargo, nos encontramos unidos en el mismo amor a Dios y al prójimo. Todos somos reales. Y esos vínculos de amor que existen entre nosotros son fuertes, como los que mantienen los miembros de una familia que se quiere. Los santos son, de este modo, una ayuda tangible que nos acompaña cada día en el camino hacia el Cielo. Su cariño fraterno acude permanentemente a socorrer nuestra debilidad.
Esta comunión permitía a Santa Teresita del Niño Jesús afirmar: «Pasaré mi cielo haciendo el bien sobre la tierra» (Verba). También hacía decir a Santo Domingo de Guzmán, moribundo, a sus monjes: «No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida» (Relatio iuridica 4; cf. Jordán de Sajonia, Vita 4, 69).
Sin embargo, con frecuencia nos olvidamos de esta realidad, despreciamos la ayuda de los santos por falta de fe y los convertimos en unos modelos sin vida. Como dice el Catecismo, veneramos equivocadamente un recuerdo (cf. nº 957), los contemplamos como algo irreal e inalcanzable, como una mera estampa, o una imagen de libro a la que querríamos imitar con nuestras propias fuerzas. Y así dejamos de considerar lo que en verdad son: eficaces hermanos, compañeros de camino que nunca nos abandonan.
No nos asustará la fragilidad de lo humano
Cuando dejamos de tratar al Cielo según su naturaleza real, con frecuencia corremos a refugiarnos en “sustitutos descafeinados”. Es fácil de comprender: el camino del cristiano es arduo, la batalla contra el mal espíritu nos viene grande, nos sentimos indefensos. Y buscamos refugio: a veces en las propias fuerzas, a veces incluso en la seguridad de un grupo o comunidad eclesial. Pero ninguna de estas realidades humanas falibles y frágiles puede sustituir la Gloria del Cielo.
La consecuencia lógica ante la vulnerabilidad de lo humano, sin el apoyo de lo divino, es la desesperanza y la desilusión. Nos cuesta vivir del Cielo, nos empeñamos en vivir de soportes finitos que antes o después manifiestan su evidente limitación, y nos terminamos perdiendo el consuelo, la ayuda y la eficacia de los que viven ya en la eterna bienaventuranza.
Que Dios nos conceda levantar los ojos cada día y vivir –como decía una persona de Dios– con la mirada en el Cielo, el corazón en Cristo y las manos en la masa. Ojalá recuperemos el trato fraterno con esos hermanos que gozan ya de la Gloria y que desean, más que ninguna otra cosa, ayudarnos a alcanzar la vida divina plena. Apoyados en los santos nunca nos sentiremos solos, ni nos asustará la fragilidad de lo humano, ni reduciremos la riqueza de la vida cristiana a la limitación de la vida terrena, por buena que sea. En definitiva, que Dios nos conceda no sustituir el Cielo por la tierra y no convertir a los santos en estampas.