El pesebre es signo gozoso para los pastores, es la confirmación de cuanto habían escuchado del ángel (cf. v. 12), es el lugar donde encuentran al Salvador. Y es también la prueba de que Dios está junto a ellos; nace en un pesebre, un objeto muy conocido para ellos, mostrándose así cercano y familiar. Pero el pesebre es un signo gozoso también para nosotros. Naciendo pequeño y pobre, Jesús nos toca el corazón, nos infunde amor en vez de temor. Y su pobreza es una hermosa noticia para todos, especialmente para los marginados, para los rechazados, para quienes no cuentan para el mundo.
Pero para María, la Santa Madre de Dios, no fue así. Ella tuvo que pasar por «el escándalo del pesebre». Mucho antes que los pastores, también ella había recibido el anuncio de un ángel, que le había dicho palabras solemnes: «Concebirás y darás a luz un hijo, al que le pondrás el nombre de “Jesús”. Éste será grande, será llamado Hijo del Altísimo, y el Señor Dios le dará el trono de David, su padre» (Lc 1,31-32). Y ahora lo debe colocar en un pesebre para animales. ¿Cómo unir el trono de un rey y el pobre pesebre? ¿Cómo se concilia la gloria del Altísimo y la miseria de un establo? Pensemos en el sufrimiento de la Madre de Dios. ¿Qué hay de más cruel para una madre que ver a su propio hijo sufrir la miseria? Es desconsolador. Pero no se desanimó. No se desahogó, sino que permaneció en silencio. Eligió algo distinto de la queja: «María, por su parte, conservaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón» (Lc 2,19).