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La única medida auténtica de la vida es el amor con que Dios ama la vida, cada vida humana.

Constatamos con dolor que la vida es despreciada y atacada por el hambre y las guerras, por la cultura del descarte, que incluso mata a los niños indefensos antes de nacer, por sistemas y organizaciones que explotan al hombre, sometiéndole a cálculos de oportunidad. Es escandaloso el número de los que viven indignamente. Lo que lleva al hombre a rechazar la vida, nos dice el Papa, «son los ídolos de este mundo: el dinero, el poder, el éxito. Son parámetros equivocados para evaluar la vida». Nos interpela el salmo: «¿Hay alguien que ame la vida?» (Sal 33,13).

 

Algo que nos lleve a amar la vida

Nuevas y antiguas formas de violencia y maldad no encuentran respuesta en el nihilismo, con su inmenso cansancio y vacío, ni en el consumismo, indiferente antes los demás, ni en las ideologías y otros sucedáneos religiosos. Y nosotros, ¿cómo amamos la vida?, ¿por qué y hasta dónde la amamos?, ¿dónde aprendemos a amarla?

El hombre apoyado en sus solas fuerzas ve pasar estas situaciones dramáticas que casi no puede ni quiere asumir. O peor todavía, ni siquiera se da cuenta de haber caído en la indiferencia, anestesiado por el bienestar o por novedosas experiencias sin sentido. ¿Hay algo que nos lleve a amar la vida más que a sucumbir en la nada o en un cansino ejercicio de supervivencia?

La fe pone ante nuestros ojos a aquel que asume el dolor para que nosotros vivamos. Sólo el amor de Jesús en la cruz por los hombres nos muestra que la vida es más poderosa que la muerte. No estamos hechos ni para el mal ni para la muerte. El secreto de la vida, apunta el Santo Padre, nos es revelado en «el Hijo de Dios, que se hizo hombre, hasta el punto de asumir, en la cruz, el rechazo, la debilidad, la pobreza y el dolor (cf. Jn 13,1)».

 

Una muerte que nos revela el amor

La fe es la que vence al mundo (cf. Jn 16,33). La certeza de que Cristo está vivo nos capacita para amar la vida, incluso cuando no tenemos fuerzas o sentimos la herida del pecado y del mal. Paradójicamente la muerte del Señor nos ha revelado el amor a nuestra propia vida. «La única medida auténtica de la vida es el amor con que Dios ama la vida, cada vida humana», continúa el Papa Francisco. Vale la pena acoger cada vida porque cada hombre vale la sangre de Cristo mismo (cf. 1Pe 1,18-19). ¡No se puede despreciar lo que Dios ama tanto!

 

La tarea de amar la vida

Además, en todo anciano necesitado, emigrante desesperado, niño enfermo, en fin, en toda vida débil y amenazada (cf. Mt 25,34-46), Cristo está buscando nuestro corazón para revelarnos la alegría del amor, para hacernos crecer en la caridad y para sacarnos del egoísmo y de una existencia replegada sobre sí misma.

La belleza del amor de Dios por el hombre neutraliza toda negatividad y pesimismo. Nada hay tan fuerte como la esperanza cristiana. Ella nos lleva a amar toda vida humana con el deseo de entregarnos y gastar la propia vida por servir a los demás.

Reconociendo, agradecidos, que hemos encontrado la razón última para amar cada vida, acojamos dentro de nuestras familias, comunidades y ámbitos profesionales la gran tarea de amar la vida y enseñar a amarla.

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