En la creación artística podemos reconocer tres movimientos. El primer movimiento es el de los sentidos, capturados por el asombro y maravilla. Esta dinámica inicial, exterior, estimula otras más profundas. El segundo movimiento, en efecto, alcanza la interioridad de la persona. Una composición de colores o palabras o sonidos tiene el poder de llegar al alma humana. Despierta recuerdos, imágenes, sentimientos…
Hay un tercer aspecto: la percepción y la contemplación de la belleza genera un sentido de esperanza, que también se irradia al mundo circundante. En este punto, el movimiento exterior e interior se fusionan y, a su vez, repercuten en las relaciones sociales: generan la empatía capaz de comprender al otro, con el que tenemos tanto en común. Este triple movimiento de asombro, de descubrimiento personal y de compartición produce una sensación de paz, que —como atestigua San Francisco de Asís— nos libera de todo deseo de dominio sobre los demás, nos hace comprender las dificultades de los últimos y nos empuja a vivir en armonía con todos. Una armonía que está vinculada con la belleza y la verdad.
San Pablo VI decía que los artistas estaban «prendados de la belleza» y afirmaba que el mundo «tiene necesidad de la belleza para no caer en la desesperanza». La crisis ensancha «las sombras de un mundo cerrado» (cf. Encíclica Fratelli tutti 9-55) y parece oscurecer la luz de lo divino, de lo eterno. No cedamos a este engaño. Busquemos la luz de la Natividad que rasga la oscuridad del dolor y de las tinieblas.