En Portada

El hombre ya vale simplemente porque es (Foto ©Balram Pandey).

 

Desde el mismo instante en que comenzamos a ser, somos –sobre todo– un don, un regalo que Dios nos hace a nosotros mismos, a cada familia y al mundo. Antes de que se añada ninguna educación, ni título, ni carrera, e incluso cuando no se añadan en absoluto porque las circunstancias no lo permiten, el hombre ya vale simplemente porque es. Su valor es infinito, porque es donado por Dios en su infinita bondad y omnipotencia. Y es además un valor concedido desde la gratuidad absoluta que emana del amor generoso y expansivo de Dios: somos valiosos en nuestro ser porque «Él nos amó primero» (1Jn 4,19).

El sí al don de Dios

Ese don nos constituye y nos mueve a la gratitud como actitud vital primera y esencial. El hombre es un ser agradecido. ¿Cómo no vivir de agradecimiento cuando descubrimos que somos el resultado de un amor que nos precedió y nos concedió el valor sin que hiciéramos ningún mérito y sin esperar a que lo hagamos? El saber que existo solamente puede sostenerse como conciencia de ser un don. En efecto, el descubrimiento del don nos lleva necesariamente a vivir con la mirada puesta en aquél que nos dio el valor, el ser y la conciencia de ser. Poner la mirada en él nos permite también ver con nuevos ojos a todas las criaturas a las que Dios amó, como a nosotros, desde el primer instante.

Toda actividad del hombre tendría que proceder, por tanto, del reconocimiento de ese valor inicial, del reconocimiento del don que es su vida, y debería también surgir como respuesta agradecida a un amor siempre más grande: la conciencia despierta como gratitud que recibe y justamente por eso es capaz de darse. Esa conciencia del don nos hace radicalmente dependientes y al mismo tiempo no es pura dependencia: somos infinitamente pobres porque hemos recibido todo lo que somos, pero infinitamente ricos porque lo hemos recibido realmente.

Otro

Muchas veces, sin embargo, vivimos olvidando ese valor inicial y constituyente del ser humano. Es frecuente, por ejemplo, que pensemos que nuestro valor debemos ganarlo a pulso con nuestras obras. El resultado es que transformamos el ser, nuestro ser donado, en un “deber ser”, en un esfuerzo agotador y voluntarista por alcanzar metas idealizadas, despegadas de la única realidad que es Dios, y además trazadas desde un yo que se olvida de lo que ya es y de quien le hizo ser. Nos esforzamos, entonces, en carreras ansiosas y muchas veces teñidas de falsa espiritualidad para alcanzar, por la vía de “nuestros hechos”, un valor que, en realidad, ya tenemos y no podemos darnos.

Ojalá Dios nos conceda una auténtica y sana conciencia del don recibido que nos permita vivir anclados en la gratitud. Ojalá nuestras acciones sean siempre una respuesta a ese don, procedan de él, se inicien «en la celebración del ser». Serán entonces las obras que Dios quiere y que no nos aportarán un valor que ya tenemos, pero que, sin duda, darán entonces mucha gloria al Dios que nos amó primero y que nos dio un ser infinitamente valioso, infinitamente dependiente, rico y pobre al mismo tiempo.

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Ver
Privacidad