Es imposible ser cristiano, estar seriamente en la Iglesia, sin percibir las heridas propias, los pecados personales, la falta de conversión y respuesta a la gracia. La realidad de la miseria del hombre se pone frente a nosotros y nos ayuda a depender solo del Señor. Estamos en la Iglesia por el Señor y con el Señor. Él es nuestro refugio y fortaleza (cf. Sal 18,2). Por él madrugamos (cf. Sal 63,2). Cuando olvidamos esta verdad esencial y cambiamos el punto de apoyo, todo pierde su sentido.
Tres momentos de la madurez cristiana
Así, en el itinerario de la madurez cristiana no es infrecuente recorrer tres momentos. Primero, el del fervor adolescente que nos lleva a perder el punto de apoyo en Dios para ponerlo en nosotros mismos. Queremos hacer la voluntad de Dios, pero desde el yo: nos gastamos a fuerza de puños y con tintes pelagianos. Resulta agotador y frustrante hasta que reconocemos que no podemos.
El segundo momento puede ser el de refugiarse en algún aspecto comunitario parcial de la Iglesia. Buscamos la seguridad en el grupo, el que sea, para que nos asegure la salvación, nos sitúe cómodos y confortables en la convicción de que vamos bien y estamos bien. Esta nueva forma de infantilidad resulta quizá más sutil y peligrosa, sobre todo porque la miseria personal se suele poner de manifiesto más rápido que la del grupo. Puede así pasar mucho tiempo antes de que percibamos, con toda su crudeza, que ningún grupo sustituye a Dios, que las entidades en que nos hemos refugiado son frágiles e incapaces de asegurarnos una salvación que solo Dios puede dar. Cuando se quiebra la confianza en el grupo, quizá porque se hacen patentes sus miserias —a veces auténticas estructuras de pecado— corremos el riesgo de la desesperanza.
Sin embargo, es entonces cuando estamos preparados para el tercer momento, el auténtico camino de la fe. Desposeídos de la falsa seguridad del yo y conscientes de lo que los grupos eclesiales tienen de “demasiado humano”, estamos preparados para que Dios nos ayude a dar el salto a la madurez cristiana. Para vivir fundamentados en Dios Padre, dentro de la Iglesia santa y llena de pecadores, que, mediante la asistencia del Espíritu Santo, nos facilita el encuentro personal con Cristo: “haced lo que él os diga” (Jn 2,5).
El punto de apoyo correcto
Nos quedamos así desnudos ante Dios. Aprendemos a depender solo de él. Nos vemos obligados a someter a la dependencia que nos vincula al creador cualquier otra dependencia, eclesial o mundana. Vivimos por caminos de discernimiento que nos ponen de forma permanente ante Dios para que sea él quien gobierne nuestras vidas. Esta madurez no es un camino individualista: Dios se da en su Iglesia. Lo encontramos en el Pan y en la Palabra, en la Confesión, en cada uno de los sacramentos y también en los demás. Pero la Iglesia que nos permite encontrarnos con la Trinidad no sustituye este encuentro que es siempre personal y liberador de nosotros mismos y de falsas seguridades humanas.
De este modo el Señor nos permite recuperar el punto de apoyo correcto: Él mismo. Entonces la propia fragilidad no nos abruma y las instituciones, los grupos —aún con todas sus miserias— pueden ayudarnos en la medida que Dios lo quiere para nosotros y sin ahorrarnos el precioso ejercicio de la libertad personal que tanto ha costado a nuestro Dios.