Mientras es crucificado, en el momento más duro, Jesús vive su mandamiento más difícil: el amor por los enemigos. ¡Cuánto tiempo perdemos pensando en quienes nos han hecho daño! Y también mirándonos dentro de nosotros mismos y lamiéndonos las heridas que nos han causado los otros, la vida o la historia. Jesús nos enseña a no quedarnos ahí, sino a reaccionar, a romper el círculo vicioso del mal y de las quejas, a responder a los clavos de la vida con el amor y a los golpes del odio con la caricia del perdón.

Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen. No lo dijo una sola vez en el momento de la crucifixión, sino que pasó las horas que estuvo en la cruz con estas palabras en los labios y en el corazón. Dios no se cansa de perdonar. Jesús —enseña el Evangelio de Lucas— vino al mundo a traernos el perdón de nuestros pecados y al final nos dio una instrucción precisa: predicar a todos, en su nombre, el perdón de los pecados. No nos cansemos del perdón de Dios, ni nosotros sacerdotes de administrarlo, ni cada cristiano de recibirlo y testimoniarlo. No nos cansemos del perdón de Dios.

Acojamos la certeza de que Dios puede perdonar todo pecado. Dios perdona a todos, puede perdonar toda distancia, y puede cambiar todo lamento en danza (cfr. Sal 30,12); la certeza de que con Cristo siempre hay un lugar para cada uno; de que con Jesús nunca es el fin, nunca es demasiado tarde, porque Cristo intercede continuamente ante el Padre por nosotros. Con Dios siempre se puede volver a vivir.

Homilía, abril 2022

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