La torre de Babel (1563) Pieter Brueghel el viejo.

La torre de Babel (1563) Pieter Brueghel el viejo.

 

El amor se expresa de formas tan diversas como lo es el ser humano que ama. Todas ellas comparten la limitación que nos caracteriza pero también la variedad y la riqueza que es propia de nuestra condición.

 

Lenguajes del amor

En nuestra expresión del amor influyen factores tan variados como la historia personal, el modo en que hemos sido amados, nuestra formación humana, espiritual y profesional, el temperamento y el carácter, nuestra condición sexual, la edad, y muchos otros condicionantes que explican las infinitas maneras en que somos capaces de desarrollar lenguajes que significan lo que sentimos por otros. Así, hay quienes tienen facilidad de palabra o quienes poseen una rica comunicación no verbal que, empleando un sinfín de gestos, sabe decir: te quiero, me importas. Los hay no tan dotados para el lenguaje oral o gestual, pero que manifiestan el amor mediante sus obras, con detalles de servicio o con la entrega de la propia vida, tantas veces cuajada de renuncias silenciosas y continuas que constituyen una locuaz y permanente declaración de amor. Hay quien sabe escribir cartas, acariciar o abrazar y los hay, torpes quizá con la palabra escrita o con las muestras de ternura, pero hábiles con la mirada o con el silencio, que constituyen cauces más sutiles pero no menos importantes de expresión.

En la vida de familia conviene mucho tener en cuenta esta inmensa y variada riqueza de nuestras formas de expresar el amor y también conviene recordar a menudo la inexorable realidad de nuestra limitación: la plenitud del amor, el dominio de sus infinitas posibilidades solo lo posee Dios.

 

Las consecuencias del olvido

El olvido de este principio básico puede producir dos funestas consecuencias. La primera es que nos empeñemos en explicitar el amor siempre desde nuestro propio “lenguaje”, como si fuera el único, sin explorar otros, sin caer en la cuenta de que se pueden aprender e incorporar modos de los que carecemos y cuyo aprendizaje nos enriquecería, porque la vida es un largo camino en el que nunca terminamos de incorporar la multitud de maneras en que podemos manifestar la realidad de nuestro corazón. En segundo lugar, como pensamos que hay una forma correcta de expresar el amor, la nuestra, podemos exigírsela a los demás, cuando quizá no es para la que están más dotados o la que mejor se adecúa a su temperamento, a su historia o a su realidad. Y nos enfadamos y frustramos cuando su comunicación del amor no coincide con los modos concretos que solo nos han sido concedidos a nosotros mismos.

Ser un “políglota” del amor es un gran don que se puede pedir y cultivar. A ganar en esta destreza nos ayuda la observación atenta de los que nos aman: el examen cuidadoso de las mil formas en que lo hacen y el agradecimiento explícito de cada una de ellas. En definitiva, caer en la cuenta y reconocer. Y en el sentido inverso, también interesa adecuar las personales posibilidades de expresión del amor a lo que necesitan los demás: elegir, dentro de nuestras capacidades y limitaciones, aquellas maneras que el otro puede entender mejor para cultivarlas con creatividad, sabiendo que Dios mueve, sin dificultad, cualquier límite personal.

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