«La aventura suprema es nacer».

Hubo una época en la que el mundo estaba por descubrir; existían entonces grandes viajeros que asumían riesgos incalculables con el fin de alcanzar lo desconocido. Nombres como Marco Polo, Cristóbal Colón, Magallanes, Livingstone o Amundsen son recordados y admirados por sus hazañas y descubrimientos.

¿Y hoy? ¿Quién es el aventurero moderno? ¿Podemos encontrar alguno?

Una verdadera aventura es aquello que no escogemos, que viene hacia nosotros y nos invita a formar parte de ello. ¿Hay algo en esta vida que no escojamos, que nos sea dado?

El escritor británico G.K. Chesterton afirmaba sin complejos: «la aventura suprema es nacer». Y es que al nacer entramos en un mundo inabarcable, que tiene sus propias y extrañas leyes; un mundo que perfectamente podría continuar sin nuestra presencia; que no hemos fabricado nosotros y al que no le hemos dicho «adelante, cuenta conmigo»… Y sin embargo, ese mundo ya está contando conmigo, sin esperar a que yo sea capaz de decir «sí» al don que me ha sido dado y a la misión que me será encomendada en el futuro.

Afortunadamente, no estamos solos. Hemos sido entregados al cuidado de una familia, de unos padres que un día unieron sus vidas en un vínculo de amor generoso, en el que estaba incluido todo lo que vendría después; unos padres que enseñan a vivir, a acoger, a querer, a desear, a crecer, a responder, a actuar. Cuando un niño nace, ante los ojos de sus padres se abre un futuro desconocido, lleno de alegrías y tal vez de peligros –quizá alguna vez aterrador, pero siempre fascinante–. Su tarea consiste en prepararlo de la mejor manera posible para ese gran viaje de la vida. Los primeros aventureros del mundo moderno son, pues, nuestros padres, que nos han abierto la puerta para vivir nuestra propia aventura y nos han acompañado desde el inicio.

Visto cristianamente, nuestros padres nos proporcionan las herramientas necesarias para emprender nuestra andanza en el mundo: el amor, la fe y la esperanza. Ningún explorador de la vida cristiana ha llegado a buen puerto sin la gracia de estas tres virtudes, pero lo llevan a cabo como buenamente pueden: como les han enseñado sus mayores y han aprendido de sus propias experiencias de vida, siempre con sus más y sus menos. De entrada, no se puede culpar a nadie por no hacer algo perfecto.

El Papa Francisco nos recuerda que «la familia es la primera comunidad donde se enseña y aprende a amar […] en ella se nos transmite la fe […] es el lugar de la ternura. Y en esta época, falta de ternura, hay que reencontrarla, la familia puede ayudarnos». Por ello, por ser una tarea tan esencial y tan ardua, es primordial cuidar la buena salud y el pleno desarrollo de la familia, decisiva para el futuro del mundo y de la Iglesia.

Como en todo buen recorrido, siempre hay acompañantes, maestros de la aventura, con los que compartir las penas y las alegrías, los éxitos y los fracasos. ¿Y qué mejor compañía que la de aquéllos que nos han iniciado en el descubrimiento de lo que somos junto al calor de un hogar; que nos han abierto la puerta para seguir creciendo en la escuela, con los amigos y, por supuesto, con nuestra familia, la Iglesia?

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