¿Sirve de algo una disciplina vacía de contenido?

¿Sirve de algo una disciplina vacía de contenido?

 

En Alemania se extendió, tras el nazismo, una desconfianza hacia todo lo que supusiera imposición del orden y, con ello, una pedagogía que rechazaba la disciplina. Un pedagogo escribió, como reacción, La alabanza de la disciplina, un libro cuya tesis consiste en que hay que ser disciplinado para llegar a ser alguien: hay que ser capaz de cumplir un horario, de trabajar a pesar del cansancio…

Según Anton Schmid, profesor de primaria, aunque esta tesis tenga algo de cierto cabe preguntarse: ¿a dónde nos llevaría la disciplina por la disciplina? ¿Sirve de algo una disciplina vacía de contenido? Como vamos a ver, su libro, La disciplina de la alabanza, es más que un juego de palabras.

Lo que basta con su presencia

 

“Disciplina” viene de “discere”, aprender. La música, los deportes, la cocina o cualquier actividad (“disciplinas” las llamamos también) impone su método, sus renuncias a las que hay que someterse. Nos puede mover a ello el deseo de dominar esa destreza, como un enriquecimiento personal, o nos puede atraer la belleza de la verdad de las cosas que descubrimos en esa actividad.

Todo se decide en el modo de percibir, y en saber respetar, y no controlar, ese misterio de las cosas que ningún sabio verdadero quiere anular, controlar, sino, en primer lugar, reverenciar, eso que cautiva porque me lleva a donde no estaba.

Porque encontrarse con lo real es encontrarse con lo bello (en el sentido antiguo, griego, de la palabra, no en el sentido moderno). No es lo que me satisface a mí o lo que es conforme a mi ser, no es aquello que espero encontrar, sino lo que me supera, lo que me sorprende: aquello que agradezco que esté, porque podría no estar. En definitiva, lo que tiene autoridad en sí mismo, y no necesita ser defendido, porque basta con su presencia.

 

La alabanza es lo que más nos disciplina

 

Nuestro autor nos propone el camino de San Ignacio, para quien «alabar, hacer reverencia y servir a Dios» es el fin de la vida. Estamos hechos para la alabanza, que es un sometimiento libre, una respuesta espontánea ante la belleza de las cosas, porque rapta el corazón. La alabanza es lo más libre y lo que más nos disciplina, es lo hace que el sometimiento necesario deje de ser un problema.

Lo decisivo, por tanto, no es uno mismo (ni tampoco lo que uno dice sobre la realidad). No es la formación de la voluntad, sino el encuentro con la realidad, con su forma.

Educar es presentar esa realidad que subyuga, atrae, mueve, abre horizontes, eleva. De esta actitud de alabanza puede surgir un diálogo entre el alumno y la realidad misma. Es la propia realidad de las cosas la que ofrece el camino para llegar hasta ella.

El maestro es discípulo de la verdad, antes que los alumnos. Él ha sabido disciplinarse por aquello que lo merece. Sabemos que, cuando falta esta relación viva entre la materia que se enseña y el maestro, falta también la disciplina en la clase, y entonces se genera intranquilidad. Si los contenidos no absorben la atención de los alumnos, se genera indisciplina.

Para nuestro autor el maestro es autoridad, pero no cualquier tipo de autoridad. “Auctoritas” viene de “augere”: hacer crecer a otro. La suya no es una autoridad que esté por encima, sino por debajo, apoyando y sosteniendo al otro para permitirle que se encuentre con la realidad y establezca con ella su propio diálogo.

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