«Que penséis que el Señor vuestro os ama, lo que yo no dudo, y que le respondáis con el mismo amor» (Carta 8)

San Ignacio nos invita a pensar que Dios nos ama de verdad. Y considerarlo no como un pensamiento desencarnado o abstracto, sino viendo la obra del Padre en Cristo y notando las gracias concretas recibidas en la propia vida y en la propia historia. Estar convencido de este amor —sin dejar que penetre la duda— es piedra fundamental de nuestro camino de santidad. Sin esta certeza no podemos amar, porque el amor consiste no en que «nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó primero y nos envió a su Hijo» (1 Jn 4,20). Por eso, solo recibiendo este amor y dejándonos mover por él podemos ser capaces de responder con el mismo amor. La vida cristiana es, en efecto, respuesta a su infinito amor, pero una respuesta personal del corazón y no una actuación exterior sin nuestra adhesión consciente, libre, llena de amor.

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