El hombre es un ser sencillo y complejo a la vez. Se parece, por usar una comparación, a una casa de tres pisos. El piso inferior correspondería a la dimensión física del hombre, a su cuerpo. Somos cuerpo y éste es un dato clave: tocamos, miramos, escuchamos, gustamos, olemos. El cuerpo es esa máquina prodigiosa que nos proporciona el primer contacto con el mundo que nos rodea. Nos relacionamos a través de nuestro cuerpo. De ahí la importancia de cuidarlo y valorarlo.

El tercer piso de la casa, el más alto, es la dimensión espiritual del hombre: la inteligencia, la voluntad y la libertad. Es una dimensión exclusiva del ser humano que nos diferencia de los animales. La inteligencia nos permite entender las cosas y dar significado a lo que percibimos. Nos permite intuir, comparar, razonar, hacer juicios y conocer la verdad de lo que las cosas son y también el error de lo que las cosas no son. La voluntad nos permite actuar según lo que la inteligencia propone y la libertad es la capacidad de elegir el modo de actuar. Nos hace optar por aquello que percibimos que es un valor.

Hombre contemplando una puesta de sol desde el campo.

El hombre se asemeja a una casa de tres pisos.

 

El segundo piso, fascinante, aunque tantas veces pasado por alto, es la dimensión sensible, la dimensión afectiva. Es un piso que une a los otros dos, porque la casa del hombre es una casa abierta, sin compartimentos estancos. Cuando funciona bien, nos permite integrar la dimensión corporal con la espiritual. La dimensión afectiva es aquella que recibe los impactos sensibles, lo que viene del mundo físico, lo acoge y nos permite responder con la voluntad después de pasar esos afectos por la inteligencia. Pongamos un ejemplo: me sucede algo que percibo y me conmueve, como ver un niño que llora. Lo percibo con los ojos, pero necesito que me “afecte”, que entre en mi sensibilidad, que me conmueva. Una vez que me dejo afectar por ese llanto, provoca una emoción en mí, de tristeza y preocupación que impulsa a mi inteligencia a investigar, a analizar. Mi inteligencia entiende qué sucede y mi voluntad actúa en la dirección que le señala mi inteligencia, nuevamente acompañada por un movimiento del afecto sensible en forma de compasión.

Ambas, inteligencia y voluntad, no podrían haber actuado si no se hubieran dejado afectar. Y si no tuviera vida afectiva mi respuesta podría haber sido acertada y eficaz pero no compasiva. Esa compasión pertenece al terreno de los afectos.

La dimensión afectiva del hombre que es clave, frecuentemente está desatendida. Tenemos así, en un extremo, seres humanos inteligentes y voluntariosos… que no se dejan conmover y que actúan con una racionalidad fría y calculadora, o también con una sobre-exigencia de la voluntad que tira del carro hasta agotarse. En el otro extremo tenemos a los que se quedan en lo sensible, en la conmoción, y sin pasar por la inteligencia. Responden casi de una forma automática, desde la propia emoción. Es por eso importante insistir más en la educación afectiva como elemento integrador de lo físico y lo espiritual.

Una vida afectiva sana nos permitirá percibir mejor lo que nos rodea y a quien nos rodea, nos hará acoger y dejarnos afectar por las cosas y nos permitirá responder con decisiones inteligentes, pero siempre envueltas en los afectos que las impulsan y humanizan.

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