La tecnología es un bien del que hoy no es fácil prescindir.

La tecnología se ha ido instalando en nuestras vidas. Es un bien del que hoy no es fácil prescindir. Por ejemplo, el móvil, que con sus aplicaciones nos facilita el trabajo, nos permite contactar con los demás, hacer fotos, escuchar música, localizar lugares, encontrar información, etc. Pero, ¿hemos de usar todo lo que se nos propone? ¿Pagamos algún precio?

En primer lugar, vemos que la tecnología es siempre una mediación entre la realidad y el usuario. Es el caso de la fotografía que sustituye el contacto directo con un paisaje, de la música que escuchamos grabada, de la llamada telefónica que sustituye la presencia física del otro, o de la mensajería instantánea, cuyo uso de los sentidos se limita a ver unos cuantos signos.

Por otra parte, notamos la dispersión que causan estos medios. En efecto, el silencio de las páginas del libro que tengo entre las manos es una experiencia muy distinta a la posibilidad de moverme por cualquier espacio de Internet. La limitación y concreción de mi existencia parecen desdibujarse entre tantas posibilidades.

Además, toda la información y utilidades que la tecnología nos ofrece están a la espera de que las demandemos, siempre a nuestra disposición. Y así, es más fácil que el orden de la creación, que da el justo valor a cada cosa, se olvide. Si podemos ver y manipular la foto de un paisaje, podemos llegar a sentir que ese paisaje está al servicio de nuestras emociones, y no al contrario. Y si algo falla, acostumbrados a tener siempre casi cualquier cosa a la mano, se nos escapa una queja. La tecnología nos da poder, y, como todo poder, conlleva un riesgo.

En Christus vivit el Papa Francisco expone cómo afecta a los jóvenes el ámbito digital: «La inmersión en el mundo virtual ha propiciado una especie de “migración digital”, es decir, un distanciamiento de la familia, de los valores culturales y religiosos, que lleva a muchos a un mundo de soledad y autoinvención, hasta experimentar así una falta de raíces».

No podemos pensar ingenuamente que la tecnología es neutra. Porque incluso antes del uso moral que hagamos de ella, la tecnología modifica las relaciones espacio-temporales. Nos afecta, porque conlleva un modo determinado de vivir. Sin embargo, tampoco podemos vivir en un mundo pretecnológico, retroceder un siglo en la historia. Éste, y no otro, es el mundo que se nos ha dado, el que Cristo redime hoy y en el que hemos de darle gloria. No sería justo alejarse de él en busca de un mundo ideal inexistente.

La historia de la Iglesia nos ilustra sobre el modo de estar del cristiano en el mundo. ¡Cuántos cambios ha atravesado la humanidad! San Pablo dice «examinadlo todo y quedaos con lo bueno» (1 Tes 5,21). Hans Urs von Balthasar señala que «ningún valor terreno puede ser desdeñado por arrogancia o resentimiento. Todo bien es necesario para el católico; éste no se puede permitir el más pequeño “no” cuando se sitúa ante un bien terreno». Nuestro mundo requiere de discernimiento constante: la conveniencia de tal o cual asunto requiere de nuestro posicionamiento, transparente y obediente, ante Dios. Cada uno habrá de ver qué medios convienen a su misión y cuáles estorban, para usarlos, en palabras de san Ignacio de Loyola, «tanto cuanto» le ayuden a su fin.

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