Si estuviéramos contentos de ti, Señor, no podríamos resistir a esa necesidad de danzar que desborda el mundo y llegaríamos a adivinar qué danza es la que te gusta hacernos danzar, siguiendo los pasos de tu Providencia.
Porque pienso que debes estar cansado de gente que hable siempre de servirte con aire de capitanes; de conocerte con ínfulas de profesor; de alcanzarte a través de reglas de deporte; de amarte como se ama un viejo matrimonio.
Y un día que deseabas otra cosa inventaste a San Francisco e hiciste de él tu juglar. Y a nosotros nos corresponde dejarnos inventar para ser gente alegre que dance su vida contigo.
Para ser buen bailarín contigo no es preciso saber adónde lleva el baile. Hay que seguir, ser alegre, ser ligero y, sobre todo, no mostrarse rígido.
No pedir explicaciones de los pasos que te gusta dar. Hay que ser como una prolongación ágil y viva de ti mismo y recibir de ti la transmisión del ritmo de la orquesta.
No hay por qué querer avanzar a toda costa sino aceptar el dar la vuelta, ir de lado, saber detenerse y deslizarse en vez de caminar. Y esto no sería más que una serie de pasos estúpidos si la música no formara una armonía.
Pero olvidamos la música de tu Espíritu y hacemos de nuestra vida un ejercicio de gimnasia; olvidamos que en tus brazos se danza, que tu santa voluntad es de una inconcebible fantasía, y que no hay monotonía ni aburrimiento más que para las viejas almas que hacen de inmóvil fondo en el alegre baile de tu amor.
Señor, muéstranos el puesto que, en este romance eterno iniciado entre tú y nosotros, debe tener el baile singular de nuestra obediencia. Revélanos la gran orquesta de tus designios, donde lo que permites toca notas extrañas en la serenidad de lo que quieres.
Enséñanos a vestirnos cada día con nuestra condición humana como un vestido de baile, que nos hará amar de ti todo detalle como indispensable joya.
Haznos vivir nuestra vida, no como un juego de ajedrez en el que todo se calcula, no como un partido en el que todo es difícil, no como un teorema que nos rompe la cabeza, sino como una fiesta sin fin donde se renueva el encuentro contigo, como un baile, como una danza entre los brazos de tu gracia, con la música universal del amor.
Señor, ven a invitarnos.
Madeleine Delbrêl
(También puede leer: La espiritualidad de la bicicleta, en Fundación Maior)