«A un verdaderamente mortificado bástale un cuarto de hora para unirse a Dios en oración» (Mem.196).
Según la máxima que nos enseña el Evangelio (Mt 16,24), para seguir a Jesucristo y, por tanto, unirse a Dios, hay que negarse a sí mismo; es decir, tenemos que dejar de buscarnos a nosotros mismos. A esta abnegación se la puede llamar también mortificación. Significa: dar muerte al yo que busca su propio querer e interés, que se cierra en su obra particular o que ve la vida entera en función de sí mismo. La mortificación parte del examen de conciencia cotidiano, que nos permite descubrir y combatir las afecciones desordenadas que tenemos cada uno. Esta vigilancia sobre sí mismo nos abre el camino de la unión con Dios también en la oración. En efecto, uno puede estar dos horas en oración, pero sin mortificación, y obtendrá menos fruto del que obtiene, rezando solo un cuarto de hora, aquel que se mortifica.