Regresemos al día de Pentecostés y descubramos la primera obra de la Iglesia: el anuncio. Y, aun así, notamos que los Apóstoles no preparaban ninguna estrategia; cuando estaban encerrados allí, en el cenáculo, no elaboraban una estrategia, no, no preparaban un plan pastoral. Podrían haber repartido a las personas en grupos, según sus distintos pueblos de origen, o dirigirse primero a los más cercanos y, luego, a los lejanos; también hubieran podido esperar un poco antes de comenzar el anuncio y, mientras tanto, profundizar en las enseñanzas de Jesús, para evitar riesgos, pero no.

El Espíritu no quería que la memoria del Maestro se cultivara en grupos cerrados, en cenáculos donde se toma gusto a “hacer el nido”. Y ésta es una fea enfermedad que puede entrar en la Iglesia: la Iglesia no como comunidad, ni familia, ni madre, sino como nido. El Espíritu abre, reaviva, impulsa más allá de lo que ya fue dicho y fue hecho, Él lleva más allá de los ámbitos de una fe tímida y desconfiada. En el mundo, todo se viene abajo sin una planificación sólida y una estrategia calculada. En la Iglesia, por el contrario, es el Espíritu quien garantiza la unidad a los que anuncian. Por eso, los apóstoles se lanzan, poco preparados, corriendo riesgos; pero salen. Un solo deseo los anima: dar lo que han recibido. Es hermoso el comienzo de la Primera Carta de San Juan: «Eso que hemos recibido y visto os lo anunciamos» (cf. 1,3).

Homilía, 31 de mayo de 2020

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