Nuestra Madre Iglesia ha concedido a los Siervos de Jesús la celebración de un Año Jubilar que durará del 25 de enero de 2021 al 25 de enero de 2022. El sentido general de un jubileo, según la Escritura y la Tradición, es celebrar el amor de Dios manifestado en el don que conmemoramos. En la Iglesia estas celebraciones también se suelen conceder, con ocasiones diversas, a sus instituciones concretas.

Apertura del Año Jubilar en la Casa de Oración Santísima Trinidad.

Apertura del Año Jubilar en la Casa de Oración Santísima Trinidad.

 

La gracia de un Año Jubilar

Un Año Jubilar conlleva una renovación de la gracia que se celebra. Es un año de gracia, en el que se perdonan las deudas, se restauran las relaciones y, reconociendo la perenne novedad de la acción de Dios, se retoman la llamada y la misión recibidas. En este caso celebramos la gracia del inicio del camino de nuestra comunidad religiosa.

El jubileo nos invita a tres cosas: primero, a agradecer el don de Dios; segundo, a pedir perdón por no vivirlo como se debía vivir y, finalmente, a pedir por la fiel continuación del sendero emprendido. La gratitud se dirige a Dios y revierte sobre los hermanos y sobre la institución misma, que en su objetividad institucional nos hace presente siempre un don del Espíritu Santo.

Con el fin de evitar que la celebración de un jubileo como éste sea excusa para mirarse a uno mismo o para autoglorificarse como institución, conviene poner la mirada en Dios y agradecer también a la Madre Iglesia que nos ha acogido, que ha velado y orado por nosotros, a través de incontables hermanos y hermanas, personas consagradas, familiares nuestros, sacerdotes amigos…

 

Frutos de la celebración

Con San Ignacio de Loyola (EE 233-234) reconocemos todos los dones de Dios: «de creación, redención y dones particulares», para agradecer en ellos su amor, su presencia. En última instancia, reconocemos y agradecemos la donación que Dios hace de sí mismo en sus dones, y en respuesta a esa donación, nos ofrecemos enteramente para «en todo amar y servir».

Como fruto de esta celebración podemos esperar en los Siervos de Jesús y en todos los amigos que participen en ella, una auténtica renovación de la vida cristiana, una profunda conversión, y una restauración de la comunión con Dios y con los hombres. Las gracias de Dios siguen la ley del siempre-más, de la fecundidad de todo lo que se vive en el amor.

Como religiosos tendríamos sobre todo que dar gracias por nuestra vocación y por tantos bienes recibidos con ella: la penitencia por nuestros pecados y la fe en los sacramentos, los consejos evangélicos y el modo de vivirlos en los votos, las misiones que nos ocupan y los fieles que nos son encomendados, los hermanos de comunidad, los amigos y colaboradores seglares, etc.

Recordemos que la vida religiosa intenta vivir los consejos evangélicos –que forman parte del tesoro espiritual de todo bautizado– con una especial intensidad: la pobreza, teniendo solo a Cristo por riqueza; la castidad, perteneciendo solo a Dios; la obediencia, entregándole nuestra libertad para realizarla en la suya. En el espíritu de estos consejos se nos da a todos los cristianos la oportunidad de abrirnos al Espíritu Santo que realiza la verdad en el amor.

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