Pedro, vicario de Cristo en la tierra, es parte del misterio de la Iglesia fundada por Nuestro Señor. El que antes se llamaba Simón, uno más entre los apóstoles, fue distinguido por Jesús como la “roca” sobre la que se edificaría la Iglesia. Un fundamento resistente, estable, firme. A él pidió, tras la Resurrección y describiendo una misión única, que apacentara a su rebaño.

Las lágrimas de San Pedro (ca. 1600) El Greco. Phillips Collection.

Las lágrimas de San Pedro (ca. 1600) El Greco. Phillips Collection.

Pero este primado otorgado por Jesús a Pedro presupone el contexto de amor entre los discípulos, porque la obediencia sin amor desaparece. Cuando falta el amor la obediencia se convierte en una  sumisión triste o interiormente rebelde, no en la afirmación del otro hecha desde la libertad y la humildad, en un espíritu de alegría. Ciertamente sólo en el amor obediencia y libertad coinciden. Sólo quien ama desea someterse por entero a la voluntad del amado. Así también nosotros, hoy, hemos de permanecer en esta comunión de amor con el Santo Padre, sucesor de Pedro. No podemos referirnos a su persona si no es dentro de este misterio de amor en que el Señor lo ha situado. Ni es disculpable ningún tipo de ataque ni sería prudente una defensa superficial, ajena al espíritu del Evangelio.

 

Sentir con la Iglesia

El germen de muchas de las herejías de la historia de la Iglesia ha sido, de un modo u otro, el distanciamiento progresivo de la obediencia amorosa que debemos siempre a Pedro. Es su doctrina la que nos juzga, y no al revés: no podemos pretender ser nosotros jueces de lo que él enseña con autoridad. Existe un magisterio infalible del Papa, pero existe además un magisterio ordinario al que debemos también obediente asentimiento religioso.

Recordemos que la doctrina no es algo rígido: el hecho de que no cambie en su sustancia no obsta para que se pueda profundizar en el misterio que ella expresa y encontrar modos diversos de acercarnos a él. Dios es siempre mayor, de modo que allí donde sopla su Espíritu nos sorprenderá nuevamente su verdad, su belleza, su bondad. Nos corresponde, por tanto, vivir la actitud de sentir con la Iglesia que deseaba San Ignacio: si buscamos encontrar razones a favor de la enseñanza del Papa, entonces no perderemos el tiempo en cuestiones menores.

 

Qué espíritu seguir

El discernimiento de espíritus nos ayudará, si lo hacemos con transparencia interior: lo que suscita el buen espíritu es pacífico, amoroso, alegre, humildemente obediente a la vez que liberador. El mal espíritu provoca en nosotros todo lo contrario. En particular, si en algún caso detectamos que la caridad está desapareciendo, aún por un intento de defender lo que creemos verdadero, hemos de detenernos: la verdad nunca puede aparecer separada del amor. Impidamos que el corazón se endurezca y detectemos a qué se debe esa resistencia interior; quizá sólo sea falta de conocimiento, prejuicio o exceso de seguridad en nosotros mismos. El corazón de cada uno es el espacio soberano donde se decide a qué espíritu seguir.

Por el don del bautismo hemos sido hechos hijos de Dios, miembros de su Iglesia, presidida por Pedro: esto está por encima de cualquier cuestión particular. Unidos en la Comunión de los Santos, con María, Madre de la Iglesia, recemos por el Papa Francisco y por la misión que Dios le ha encomendado. Que, como Jesús quería, «todos sean uno, como tú Padre, en mí y yo en ti, para que el mundo crea» (Jn 17,21).

 

Para profundizar en este tema, recomendamos el artículo del P. Rafael Hernando de Larramendi, ¿Salvar a la Iglesia?, publicado en la revista Magníficat.

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