Globos volando por el cielo.

Cuando uno acoge a un niño puede percibir que ese don se le da y se le quita casi al mismo tiempo.

 

Los hijos son un don sin medida humana. Su medida es divina, como la de todas las personas, incluso las más malvadas. Esta realidad puede generar en nosotros un legítimo estupor que se traduce en la primera (y mayor) paradoja de la vida de los padres: recibir la vida de una criatura que depende totalmente de ellos, pero que, en última instancia, no les pertenece.

 

Ayudar a los hijos a caminar hacia Dios

Charles Péguy menciona en muchos escritos el valor de la paternidad como valía y valentía. Pero que es especialmente agradecimiento a Dios y, como tal, «abandono» de los hijos a Él. En el Pórtico del Misterio de la Segunda Virtud se ve cómo, en unos párrafos casi autobiográficos, habla de este valeroso padre que, temiendo por la salud de sus hijos e impotente ante la enfermedad, tuvo la «máxima osadía»: abandonarlos en brazos de la «Madre de todos los hijos», la Madre de Dios.

Cuando uno acoge a un niño puede percibir que ese don se le da y se le quita casi al mismo tiempo. Que no es suyo, que no es para él, sino que es un otro totalmente distinto con libertad, preferencias, personalidad, vocación propios. Un hijo destinado a lo eterno. Así, es comprensible que ninguna prevención humana, educación ni cuenta bancaria puedan borrar del corazón de los padres ese estupor por lo incontrolable. Este sentimiento, no obstante, es positivo. Es la posición justa, adecuada, liberadora para los hijos.

No lo confundamos con los miedos que nos levantan por las noches con cada carraspeo o estornudo del bebé. El temor sagrado es la respuesta ante la responsabilidad de ayudar a los hijos a caminar hacia Dios.

 

En las amorosas manos de Otro

Ciertamente cuando a un hijo le acontece un mal, como una enfermedad, es doloroso. Pero temer estas desgracias más allá de la prudencia normal hará que los niños crezcan con miedo a un destino entendido de forma pagana, como amenaza, como condena.

El verdadero sentido del temor sagrado surge de la conciencia de lo que dijimos al comienzo: si nuestra medida es divina es porque nuestra vida, larga o corta, es don de Dios. No es producto del azar ni únicamente de la biología. Dios nos ama y nos dona la vida. Y esa evidencia en aquellos que más nos pertenecen, que más nos importan, por los cuales moriríamos sin dudar, resalta la paradoja: no son nuestros, no están definidos totalmente por la pertenencia a nosotros. Son de Otro y su destino está en las amorosas manos de Otro.

«Átame fuerte»

Un ejemplo extraordinario es el de Abraham e Isaac. En el relato bíblico, cuando suben al monte Moria para el sacrificio, se nos describe cómo Abraham levantó el altar, apiló la leña y «luego ató a su hijo Isaac» (Gn 22,19).

Abraham renuncia a que su hijo esté atado a él. Lo ofrece a Dios consciente de que Isaac fue un don para sus viejísimos padres. Pero aquí no termina el misterio. Si contemplamos el pasaje y fijamos la mirada en Isaac, él no se resiste. Aprendió de su padre el temor sagrado, y aunque no lo diga el Génesis, podemos imaginar a Isaac diciendo, como en el poema Aqedah de Kiko Argüello: «Átame, átame fuerte, padre mío, no sea que por el miedo me resista y no sea válido nuestro sacrificio».

Esta web utiliza cookies propias y de terceros para su correcto funcionamiento y para fines analíticos. Contiene enlaces a sitios web de terceros con políticas de privacidad ajenas que podrás aceptar o no cuando accedas a ellos. Al hacer clic en el botón Aceptar, acepta el uso de estas tecnologías y el procesamiento de tus datos para estos propósitos. Ver
Privacidad