El fundamento del ser cristiano es el amor de Dios Padre que nos crea en Cristo. Los cristianos vivimos en completa dependencia de Dios, y nuestra realización personal consiste precisamente en recibir esta realidad. Por eso, es primordial en la vida cristiana la actitud ante la llamada de Dios.
Vivir sin la gracia
Ahora bien, la desproporción entre esa llamada y la respuesta es evidente. Los hombres tenemos más límites de los que percibimos y solo Dios conoce la verdadera distancia entre lo que somos y lo que estamos llamados a ser. La respuesta a la llamada sería angustiosa, por irrealizable, si dependiera principalmente de nosotros. Dios, en efecto, lo pide todo, un todo que escapa a nuestra capacidad… pero lo da todo antes. Siendo absolutamente exigente, no lo es en absoluto. Nos ha entregado a su Hijo —«hasta la muerte, y muerte de cruz» (Flp 2,8)— y al Espíritu Santo para santificarnos. Como dice Adrienne von Speyr, «en los héroes cristianos, en los santos, la nihilidad del hombre ha sido superada. Ha sido absorbida en la santidad. Esta unidad, esta condición indivisible del santo, hay que atribuirla a la gracia, procede de Dios».
Muchos cristianos vivimos, sin embargo, sin reconocer la primacía de la gracia. Entre ellos están los mediocres que, en definición de José Rivera, son los que consciente y voluntariamente ponen trabas a su posibilidad de ser asumidos por Dios hasta lo excelso. La raíz de la mediocridad es el olvido de la filiación divina. El mediocre no niega esta realidad. La oye y la repite pero no se deja penetrar por ella. A veces es, incluso, un hombre piadoso: concibe a Dios como alguien que puede ayudarle, como legislador que impone normas, pocas y hacederas, adaptadas a sus fuerzas. Un Dios que premia y, rara vez, castiga. El mediocre parte de su iniciativa humana ante Dios: establece ciertas aspiraciones y metas desde sí mismo e incluso exigiéndose mucho. Toma como definitiva la norma y medida propia y condena toda superación desde la perspectiva de Dios.
Recortar por abajo y por arriba
El mediocre recorta por abajo y por arriba: lucha para evitar grandes caídas pero impide que la gracia le lleve a ser lo que Dios ha previsto. Como mucho, concede que algunos, —excepcionalmente— pueden ser llevados más lejos. El mediocre no vive de esperanza y nunca alcanza la medida de su personalidad verdadera, precisamente porque la establece él mismo sin entender que esa medida solo la posee Dios.
Salir de la mediocridad implica vivir de la filiación divina: reconocer los pocos límites personales que somos capaces de ver, agradeciendo a Dios que nos oculte la abrumadora totalidad de los reales. Precisa estar disponibles con fidelidad absoluta al plan de Dios, discerniendo el pequeño paso que nos es mostrado y renunciando a conocer y comprender el plan completo. Supone dejarse mover y confiar hasta la audacia porque, como señala Hans Urs von Balthasar, «Dios llama en la gracia, al que no es, para que sea. Se conceden a la criatura fuerzas que ella está muy lejos no solo de poseer, sino de barruntar, se le dan desenvolvimientos para los que no tenía disposición alguna y se le proponen fines a los que de suyo nunca hubiera aspirado».
En el hacer de la gracia no se pierde la naturaleza, que no está olvidada ni oculta sino multiplicada. La santidad se convierte así en una auténtica imitación de Cristo obediente al Padre, que no admite vacilaciones y que está lejos de la medianía y de la inactividad, porque reclama al hombre entero y quiere enseñar el amor de Dios con todo el corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas.