Entrar en el espacio de Dios por un tiempo cada día es dejarle a Él la prioridad en el manejo de nuestra vida: en nuestras decisiones, juicios, tareas y miedos. Se trata de encontrar un tiempo sólo para Dios, en el que se silencie todo lo demás, donde “sólo Dios basta”. Porque Dios es mayor que todo lo que nos rodea, más poderoso que nuestras angustias, más santo que el mejor de nuestros ideales. Porque hay algo que sólo Él puede darnos, y que no está condicionado más que a escucharle con un corazón que entrega todo, confiadamente, a sus manos.
Como Jesús, siendo Dios, dedicaba largas horas a rezar al Padre, especialmente en momentos importantes, como al inicio de su misión o antes de la Pasión, así nosotros no podemos actuar cristianamente si no es movidos por su Espíritu. La Palabra de Dios, viva, nos habla hoy. Los misterios de Nuestro Señor nos interpelan hoy. Él está con nosotros “todos los días”, en todas las circunstancias.
Contemplar
San Ignacio nos invita a acercarnos al Evangelio aplicando todos los sentidos. Con la reverencia de quien sabe que está pisando terreno sagrado y siempre desde un rincón discreto, trataremos de ver lo que hacen las personas del misterio al que nos dediquemos, oiremos lo que dicen, percibiremos cuanto les rodea. Así, si vamos a contemplar el misterio de la multiplicación de los panes, podremos ver la multitud extendida en el monte, a los niños, a los hombres, a las mujeres, a los ancianos.
Veremos a Nuestro Señor ante esos hombres, cómo los mira y advierte que están hambrientos, cómo decide actuar, qué palabras dirige a los apóstoles. Podremos ver la reacción de la muchedumbre al recibir comida, las caras de sorpresa de los apóstoles. Así, por los sentidos, se transformará nuestra sensibilidad: se irá haciendo capaz de percibir la presencia de Dios, su Espíritu, la belleza, la verdad y el bien que son manifestaciones de su poder. La Trinidad, de donde viene todo, abrirá nuestro corazón a lo que quiera mostrarnos para nuestra misión en el mundo.
Mirar hacia afuera
Se trata de olvidar lo propio y entrar en ese espacio en el que sólo Dios dirige. En lugar de mirar hacia dentro, mirar hacia fuera: hacia Dios y, con su mirada, hacia los demás. Qué fácil, en nuestro mundo tendiente al individualismo, vivir en términos propios, privados. Vivir para uno mismo. En cambio, la caridad “no busca lo suyo” (1 Cor 13,5), tampoco “colecciona méritos” para sí misma, sino que los frutos que recibe en la oración los torna a Dios y a su Iglesia. En palabras de Santa Teresita: “No amontonar reservas. Distribuir los bienes tan pronto como se consiguen. Aun cuando se tuviera ochenta años, ser siempre igualmente pobre. No saber ahorrar. Todo lo que se tiene, entregarlo enseguida”.
Así el hombre hace literalmente más de lo que puede. La vida de los santos está poblada de ejemplos de esto. Cómo si no explicar la influencia de personas como San Benito, San Francisco de Asís o Santa Teresa de Jesús. Todos hoy nos alimentamos de lo que cada una de estas personas, y tantas otras, supieron acoger del Cielo. Porque las posibilidades que nosotros logramos considerar son siempre muy pobres, pero “lo imposible para los hombres, es posible para Dios” (Lc 18,27). Él sabrá hacer maravillas en nuestra debilidad. Pero serán maravillas por estar suscitadas y sostenidas por Él a partir de la oración, no porque respondan a nuestros criterios. Deberemos estar dispuestos a que, quizá, escapen a nuestros ojos.