La misión cristiana es aquella tarea en la que Dios cuenta con nosotros, de manera particular, para hacer algo suyo. Es la forma personal que la gracia adopta en cada uno. La misión no es, por tanto, una decisión del sujeto sino algo dado por Dios y de la que solo Dios posee la visión completa.
Toda misión es seguimiento de Jesús
Misión es ser madre de familia, por ejemplo, y eso es visible y perceptible, pero solo Dios conoce el sentido completo del ser madre. Así, Santa Mónica sabía que Dios le había encomendado la misión de ser madre de Agustín, pero no podía imaginar que sería la madre de San Agustín, ni el papel que su hijo estaba llamado a desempeñar en la vida de la Iglesia.
Toda misión cristiana cumple la condición del seguimiento de Jesús: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame (Mc 8,34)». Por eso no puede extrañarnos que en la realización de la misión nos acompañen, entre otros elementos, las luchas, las dudas y los cansancios. Al revés, su presencia es, más bien, una buena señal de que estamos en camino. Sin embargo, de forma frecuente vivimos de espaldas a esta realidad y sospechamos cuando aparecen.
Todo debería ser sencillo
Creemos que, una vez aceptada la misión, una vez dado el primer sí, todo debería ser sencillo: sin sentir ni padecer, como si poseyéramos un «libro de instrucciones» para conducirnos por terrenos infalibles, sin cambios, y como si fuésemos seres angélicos. Por ello, la presencia de esas fatigas propias del camino, nos agita, nos produce angustia e incluso amenaza con robarnos la esperanza cristiana.
Sin embargo, como nos recuerda Adrienne von Speyr, no tiene sentido vivir una vida agitada, preocupada, ni mucho menos desesperanzada, porque vivimos después de la resurrección del Señor y tomamos la cruz siempre desde la alegría pascual.
Nuestras preocupaciones puestas en el Señor
Contemplando a las mujeres que van al sepulcro el día de la resurrección, preocupadas por la pesada piedra de la entrada (cf. Mc 16,1-3), Adrienne observa que «es Pascua y no lo saben». Esta observación es válida para muchos cristianos cuando nos dejamos arrastrar por la preocupación o la desesperanza. A las mujeres se les mostrará que «su preocupación era vana». Dice Adrienne: «En el fondo, todas nuestras preocupaciones, nuestras preocupaciones personales, nuestras preocupaciones en la comunidad, nuestras preocupaciones de la misión, son siempre ya preocupaciones pascuales que podemos descargar sobre aquel que ha llevado la cruz y ha resucitado. Si él quiere nuestras misiones y nosotros intentamos cumplirlas según el sentido de él, en cada caso él, quizá en el último momento, quizá allí donde la situación parece sin sentido, de alguna manera removerá la piedra».
La clave de nuestra misión, la de cada uno —que es siempre un don— está sobre todo en abandonarse confiada y amorosamente en brazos de Dios. Como decía santa Maravillas de Jesús: «lo único importante es que el Señor tenga las riendas de nuestra vida y la lleve por donde él quiera».