«El afecto sitúa al hombre en justa relación con todo y con todos los que le rodean»

Es nuestra dimensión afectiva la que nos abre al deseo, al siempre más que nos eleva y nos ayuda a trascender. Afectarse, en el sentido que le da San Ignacio en su libro de los Ejercicios, no es sólo dejarse conmover, sino también, dejarse mover hacia esa Verdad, ese Bien y esa Bondad que dan plenitud a nuestra vida.

La dinámica intrínseca del afecto contiene un primer momento de receptividad  (percibir,  recibir,  acoger) y un segundo de espontaneidad (hacer propio lo recibido y dar una respuesta poniendo en juego mi libertad). Esto sitúa al hombre en una justa relación con todo y con todos los que le rodean. No es suficiente tan sólo percibir, tampoco basta con sentir, es necesario acoger y responder; de lo contrario, el afecto pierde su capacidad de afectar y no llega a materializarse en forma de vida afectiva.

El P. Pierre Faure señala que la separación de lo sensible y lo inteligible -logos- ha reducido la educación a un entrenamiento de la voluntad y desarrollo de la inteligencia, donde la dimensión espiritual y afectiva no encuentran su lugar. La pedagogía moderna, especialmente la de Montessori o la del propio Faure, subrayan la necesidad de superar ese dualismo, para no dividir al hombre, y de entender que lo espiritual se adquiere a través de lo corporal. En efecto, lo sensible está intrínsecamente unido a lo inteligible y son los afectos los que logran esa unidad. “Sentido y sensibilidad” van de la mano; el uno no puede vivir sin la otra, si fuera así ¿no acabarían autodestruyéndose?

El verdadero logos -razón, conocimiento- necesita del afecto, ya que el primero es forma y configuración del segundo; a su vez el afecto es fundamento y sostén de la razón. Una educación que no tenga en cuenta ambas dimensiones, que no busque respetarlas y hacerlas crecer en armonía, podría caer en posturas reduccionistas (como por ejemplo, sustituir la educación por instrucción o adoctrinamiento). Y esto acabaría “mutilando” a la persona, pues todo lo humano es afectivo y no puede existir una verdadera y plena humanidad sin una sana vida afectiva.

Existe el peligro de querer aislar e ignorar los afectos; como no podemos describirlos ni medirlos, observarlos o construir una teoría científica sobre ellos, a veces los negamos. Y problema resuelto. Sin embargo, los afectos no pueden vivir en cautividad. En el momento en que intentamos encarcelarlos o acallarlos, corremos un gran riesgo pues la potencia que les corresponde, al no ser reconocida y acogida, puede acabar manifestándose de forma violenta e incontrolable. Cuando esto ocurre, podemos encontrarnos una especie de culto a la emoción enloquecida, irracional, que no ha tenido tiempo de ser asumida por nuestra libertad: sentir se convierte en la norma suprema, en un derecho adquirido, ya sea lícito o no lo que uno sienta, y el afecto muere antes de haber nacido.

La madurez afectiva supone una respuesta adecuada al momento, al lugar y al objeto, y ésta se da cuando logos y afecto están integrados. ¿Pero quién podría afirmar que sus respuestas son siempre las adecuadas? ¿Es posible lograr esta madurez que da plenitud a la vida? Son preguntas que podemos hacernos pero cuyas respuestas no deben desesperarnos. Se trata de un recorrido personal, en el que no hay que dejar de contar con la gracia y la ayuda del cielo que conoce nuestros límites y sabe cuándo es el momento de superarlos o incluso eliminarlos.

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