Vivimos en la paradoja de contar con muchos medios de comunicación al tiempo que presenciamos una pérdida de la capacidad de conversar. Al menos de conversaciones personales y fecundas.
Es difícil encontrar ambientes y hogares donde no haya intromisiones, mediáticas y virtuales, que impiden el diálogo sereno, profundo y confiado. Aparatos de diversa índole —teléfonos, pantallas y audios de todo tipo— distraen y sofocan nuestra necesidad de comunicación. Ya no es tan frecuente encontrar conversaciones espontáneas en la cena familiar, en la sala de espera o en la cola del bus, incluso entre los que van juntos pero separados por un móvil. El exceso de estos medios, de suyo buenos y que tanto pueden ayudar, invade espacios y ocasiones antes dedicados a la conversación.
Singularidad de la conversación
Incluso los contenidos de nuestras conversaciones nos vienen dados. Se renuncia a tratar temas que comprometen la existencia y tocan afectos, en favor de la dictadura de la actualidad, a veces ya seleccionada y orientada desde el exterior. Y se nos empuja a la repetición y al comentario de lo que otros dicen. Además, la falta de tiempo, propia de nuestra vida agitada dificulta la lectura y el “sano aburrimiento” que tanto estimulan la creatividad, la reflexión y la comunicación.
Toda conversación está marcada por la singularidad y el carácter personal, por la cultura y el ambiente de quienes hablan. La idiosincrasia de pueblos y épocas también cuentan. Curiosamente estas variables son uniformadas por el WhatsApp que une con abreviaturas concisión e inmediatez, anulando la riqueza de nuestra lengua y de la comunicación no verbal, incapaz de ser sustituida por ocurrentes emoticonos o siglas.
Aprender a conversar
El arte de la conversación, como todo arte, no es fruto directo de técnicas ni de reglas, sino que requiere un aprendizaje personal en un ambiente que nos permita avanzar poco a poco, e incluso equivocarnos, sin pagar altos precios de autoestima. Ayudan algunas técnicas con sentido común y reglas sensatas como las de San Ignacio (Del modo de negociar y conversar en el Señor). Pero sobre todo hace falta: dedicar tiempo, renunciar a la eficacia, confiar en las relaciones, escuchar bien, salvar espacios sin injerencias mediáticas, tener conciencia de la presencia de Dios en la conversación y libertad de espíritu.
Es importante el modo de hablar dentro de una conversación: dialogar sin exageraciones ni desprecios, sin rencores ni ironías, con un adecuado lenguaje no verbal y sin levantar el tono de voz. «Hablar poco y tarde; oír largo y con gusto», dicen las pautas ignacianas. A su vez, favorece mucho que haya alternancia entre el silencio respetuoso y el uso de la palabra, que surge como celebración agradecida ante el otro. El don de la conversación personal fortalece vínculos, alivia nuestra fragilidad, despierta anhelos y deseos, expulsa miedos e incertidumbres. Conversar nos aporta el riesgo y la emoción de la experiencia personal, del cara a cara. Crea puentes.
Recordemos que cada palabra lleva consigo un sí a Dios, quien antes nos ha hablado y nos ha donado la palabra humana para alabarle y hacer el bien a los demás. En última instancia toda palabra es un sí al Creador por el regalo de nuestra propia existencia.