La oración humilde, hecha «en lo secreto» (Mt 6,6), en el recogimiento de la propia habitación, se convierte en el secreto para hacer que la vida florezca hacia afuera. Es un cálido diálogo de afecto y confianza, que reconforta y abre el corazón. Oremos mirando el Crucifijo: dejémonos invadir por la conmovedora ternura de Dios y pongamos en sus llagas nuestras heridas y las del mundo. No nos dejemos llevar por la prisa, estemos en silencio ante él. Redescubramos la fecunda esencialidad del diálogo íntimo con el Señor. Porque a Dios no le gustan las cosas ostentosas, sino que le gusta dejarse encontrar en lo secreto. Es “el secreto del amor”, lejos de toda ostentación y de tonos llamativos.

Si la oración debe madurar en secreto, su efecto no es secreto. No para cambiar todo, sino para vivir con un espíritu nuevo. La oración no es un medicamento sólo para nosotros, sino para todos; de hecho, puede cambiar la historia. En primer lugar, porque quien experimenta su efecto, casi sin darse cuenta, lo transmite a los demás; y, sobre todo, porque la oración es un arma del espíritu, es la vía principal que permite a Dios intervenir en nuestras vidas.

Oh, Señor, tú que ves en lo secreto y nos recompensas más allá de todas nuestras expectativas, escucha las oraciones de todos los que confían en ti, especialmente de los más humildes, de los más probados, de los que sufren y huyen bajo el estruendo de las armas. Devuelve la paz a nuestros corazones, da de nuevo tu paz a nuestros días. Amén

Homilía, marzo de 2022

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