A veces, revisamos en estas fechas todo lo que nos falta.

 

Pronto vamos a empezar un nuevo año y es interesante elegir un buen punto de partida. A veces, revisamos en estas fechas todo lo que nos falta, lo que deberíamos lograr, y nos situamos ante el tiempo que se inicia desde la perspectiva de esas carencias. Pensamos que la meta es alcanzar un ideal, dar la talla en esta o aquella tarea para que, a partir de ese punto de éxito, podamos desarrollar una vida “lograda”.

 

Sin necesidad de propósitos: estamos completos

Incluso creemos que solo si alcanzamos esa meta, normalmente abstracta, podremos unirnos mejor a Dios. Como si la vida cristiana, para funcionar, necesitara un requisito previo: «si estudio todos los días dos horas», piensa el estudiante; «si estoy atento a esta tarea del trabajo», piensa el profesional; «si cumplo con este plan de vida», piensa el cristiano, «… a partir de ahí lograré una mejor unión con Dios, una vida más plena».

No está mal, desde luego, tener deseos de mejora. Y es noble fomentarlos y pedir a Dios ayuda para lograrlos. Sin embargo, el punto de partida de una vida cristiana sana es el hecho de que ya somos. Estamos completos. Ésa es la gran noticia: Dios me ha creado «y vio que era bueno».

 

El punto de partida es la realidad

El punto de partida es nuestra realidad, tal como es. Una realidad alejada de ideales abstractos: ese estudiante concreto que tiene fallos, esa madre que vive un matrimonio que no es perfecto, ese cristiano que a veces se descuida… Dios no está en el ideal. Su Encarnación, que vamos a celebrar con tanta alegría, se ha producido en la realidad más absoluta. Dios está aquí abajo. Éste es el punto de partida: lo que ya somos. Y es, desde estas circunstancias, frágiles y particulares, con la ayuda del Padre y la fuerza del Espíritu Santo, desde donde podemos caminar hacia donde él nos lleve.

Se trata de un punto de partida que a todos nos cuesta reconocer. Incluso es frecuente encontrar quien no puede percibir, por motivos muy variados, ese don que le configura. Por eso también es tarea de algunos ayudar a reconocerlo, partiendo desde lo que cada uno ve y siente. Sin forzar nunca, a veces dentro de procesos largos y difíciles, pero siempre posibles con la gracia de Dios.

 

Pararse, reconocer y agradecer

Tres palabras nos ayudan en este camino: pararse, reconocer el paso de Dios en nuestra vida y agradecer. Pararse para, desde la calma, caer en la cuenta de la permanente bendición de Dios que nos acompaña, vivir —con la certeza incrustada en el corazón— de que Jesús nos quiere a cada uno como somos. El Niño que va a nacer, el Hombre-Dios que murió y resucitó por mí, envuelve mi vida y mis fallos: ése es el lugar vital, el único punto de partida. Y ante el peso del amor de Dios como lugar que nos constituye solo cabe agradecer con toda el alma ese amor gratuito e incondicional que no pide requisitos. Así empezaremos otro año en el que seguiremos fallando, pero desde la conciencia de que ya somos y de que Dios no nos deja nunca.

Nadie puede quitarnos el amor de Dios (cfr. Rom 8,35-39) por cada uno de nosotros: no nos lo roban ni esos suspensos, que quizá lleguen, ni esas limitaciones como madre o padre, como esposo o como cristiano. El don, lo que ya somos: ése es el único lugar desde el que comenzar con realismo el nuevo año, con un infinito agradecimiento como actitud vital esencial.

 

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